miércoles, 21 de diciembre de 2011

Wedding Plan



Durante un año preparó cada cosa con esmero. No había dejado nada librado al azar o los imprevistos. Desde el bordó y blanco de los manteles, combinados cuidadosamente con las rosas rojas en los centros de mesa, hasta los zapatos del padrino, todo pasó por ella.

Supervisó cada detalle casi hasta la obsesión. Guardó todos los presupuestos en una carpeta con la que dormía y llevó la cuenta de cada peso gastado en un cuaderno espiralado. Nadie nunca le había dicho que organizar una fiesta implicaba tanto esfuerzo. No es que hubiese creído que fuera fácil, mucho menos una fiesta de casamiento, pero entendió por qué tantas decidían contratar a una “wedding planner” en vez de meterse en este brete. Ella sabía que no hubiera podido dejar nada en manos de otra persona, y que de hecho, ocuparse de todo le permitía no pensar. Y eso era todo lo que necesitaba para concretar lo que alguna vez había querido tanto.

Se había imaginado un millón de veces cómo sería aquel día, de manera que intentó llevar a cabo todo de esa forma. El pelo recogido, el vestido sin breteles, los músicos tocando en vivo el Ave María cuando ella entrara a la iglesia… Sí, habían querido convencerla de que el Ave María no era apropiado para la entrada, pero a ella no le importaba. Así lo había imaginado y así sería.

Ensobró cada invitación y escribió a mano y con tinta dorada el nombre de cada invitado. La letra cursiva siempre le había salido bien, pero el contraste del dorado sobre el bordó parecía mejorarla. Se felicitó por la elección.

Grabó un disco con cientos de canciones en formato mp3, por si al disc-jockey se le olvidaba pasar alguna de las que a ella le gustaba, y tomó clases de baile durante dos meses para lucirse en el vals. Había preferido pollo, pastas y helados para el menú, y se aseguró de que no faltaran vino blanco, vino tinto y champagne. La barra libre garantizaba una fiesta divertida, y la fuente de chocolate era un lujo que quería darse desde que la había visto en aquella convención en San Francisco.

Fue al salón a vestirse esa tarde y se encontró con todo listo. El telón de estrellas en el lugar exacto donde ella lo quería, la banda armando su escenario justo frente al telón y al lado de la mesa principal. No estaba segura que fuese una buena idea eso de sentar a toda la familia junta, pero de otro modo no cabían el número impar de mesas que necesitaba para los invitados.

Entró al cuarto que habían preparado especialmente para ella, vio el vestido colgado, y no pudo esperar a abrir el cierre de la funda y tocarlo. Las piedras bordadas y el drapeado en plumetí; todo exactamente como lo había querido. Dentro de una caja, encima del dressoire, el ramo redondo de rosas rojas con la cinta de raso bordó completaban la perfección. Lo había logrado. 

Abajo la esperaban el auto antiguo color azul, y el fotógrafo para empezar a retratar el día más importante de su vida.

Cuando entró finalmente a la iglesia y lo encontró a él parado en el altar, emocionado hasta las lágrimas, se preguntó quién era y por qué lloraba el tipo parado al lado del cura. No lo reconoció, y tampoco supo que hacía ella ahí, pero sintió que debía entrar y así lo hizo. 


domingo, 30 de octubre de 2011

Dulce Noviembre



Hace algunos días miraba una de esas películas que me disgusta mirar pero que no puedo evitar ver: Dulce Noviembre.

El supuesto "gancho" de la película es el de la chica enferma, Sara (Charlize Theron) que sabe que va a morir y ha decidido disfrutar de los últimos momentos de su vida de la mejor manera posible. Esto sería haciendo caso omiso a indicaciones médicas y familiares, despojándose de lo material y revalorizando las pequeñas cosas de la vida. 

Todo esto me resultó bastante poco atractivo, un innecesario lugar común al que permanente acude Hollywood en sus mil versiones de comedia romántica con tinte dramático. Pero lo que me llamó un poco la atención es que parte de ese plan era el de pasar cada uno de los meses que le quedara de vida con un hombre diferente al que llamaría, justamente, de acuerdo al mes en curso.

Así llega a su vida Noviembre, que no es otro que Keanu Reeves personificando a un joven profesional exitoso, algo hosco y antipático por cierto. La cuestión es que Sara le propone a él también despojarse de sus obligaciones, y dedicarle a ella y solamente a ella el mes de Noviembre.

Más allá de los detalles que no vale la pena mencionar, la película me aburría bastante, así que comencé a seguir el flujo de mis pensamientos. Este ejercicio aprendido en innumerables sesiones de terapia conocido como "asociación libre", me llevó a pensarme en una relación con estas características pero obviando el detalle de la enfermedad terminal. Sería de mal gusto hasta para mis fantasías.

Imaginé entonces que me paraba frente a algún fulano que por algún motivo me resultara atractivo y le proponía que tuviéramos una relación de un mes, bajo la única condición de que ambos tengamos disponibilidad absoluta, siempre y cuando sea SOLO por el lapso de un mes.

En la película la protagonista se está muriendo así que el final de la relación está garantizado y el devenir de la misma no nos preocupa en absoluto. Pero en mi hipótesis ni yo ni el fulano de turno nos moríamos. Así que me resultó algo inevitable preguntarme qué pasaría. ¿Qué pasaría si fuéramos capaces de iniciar una relación con total compromiso y devoción, pero sabiendo a ciencia cierta que solo durará un tiempo previamente determinado? ¿Acaso nos facilitaría la manera de relacionarnos? ¿Nos garantizaría quizás el éxito de la misma o por el contrario, nos precipitaría al fracaso?

En tiempos en que parece tan difícil poder lograr un vínculo real, donde hay tanto temor a perder la libertad y miedo al compromiso, repensar la manera de relacionarse es otro ejercicio interesante. Imponerse un límite concreto al iniciar una relación, en este caso de tiempo, podría ser quizás una manera inteligente de preservarse. Pero, ¿es realmente posible?

Volvamos a la teoría. ¿Qué pasaría entonces cuando ese tiempo termina? Bueno, ya descartamos la posibilidad de la muerte lo cual me parece bastante sano porque no todas las relaciones deben terminar en eso. Así que otra de las opciones posibles sería que finalizado el tiempo de “contrato” cada cual siguiera por su lado. Al mejor estilo si te he visto no me acuerdo, pero habiendo pasado por una intensa y seguramente extraordinaria experiencia (y cuando digo extraordinaria lo hago en el sentido más estricto de la palabra).

La sola idea de tener fecha de entrada y salida de una relación me resulta bastante atractiva. Es como planear unas vacaciones. Cuando uno está de vacaciones hace lo que le da la gana. Se tiene cierta impunidad que le permite a uno vestirse como quiere, ir adonde quiere, comer lo que quiere, dormir donde quiere … siempre y cuando sea en el lugar elegido para vacacionar y por el tiempo que duren las vacaciones, claro. Pues bien, la teoría del Dulce Noviembre se parece bastante a unas lindas vacaciones.

El problema es que a casi todas las personas que conozco les encantaría vivir de vacaciones, incluso a mí, por lo tanto cuál sería la razón por la cual terminarlas pudiendo continuarlas. Inmediatamente después de pensar esto, caí en la cuenta de que en este caso no terminarían, sino que solamente cambiaría el escenario. ¡Perfecto!

A medida que avanzaba en mis suposiciones, más me gustaba esta idea de cambiar cada mes de personaje para vivir una experiencia emocionalmente intensa y bien delimitada y de este modo paliar la soledad. Y la analogía con las vacaciones calzaba a la perfección con casi todo el razonamiento. Un mes era el tiempo ideal para quedarse, conocer, recorrer, elegir los lugares preferidos, y partir. Para luego llegar a un nuevo lugar, y repetir la placentera experiencia.

El tema es que aún no sé si somos capaces de encariñarnos con las cosas y despedirnos con tanta facilidad. Porque la realidad es que muy a pesar nuestro somos seres afectivos, que nos encariñamos con las personas, los lugares y las cosas. Y así como existe una remota posibilidad de que uno quiera quedarse a vivir en ese paradisíaco lugar que nos maravilla durante los primeros días de vacaciones, también existe la remota posibilidad de que en un eventual compañero encontremos a un compañero de vida.

Quizás las relaciones no debieran durar más de lo que duran unas vacaciones. Sabemos que 15 días de vacaciones al año no son suficientes pero que al menos consuelan, como también sabemos que a medida que el tiempo pasa uno necesita quedarse cada vez más tiempo en algún lugar que nos llene de placer, porque con paliar la soledad no alcanza.

Porque en la búsqueda que iniciamos a través de los lugares y las personas, lo que en realidad estamos queriendo es encontrar uno donde quedarnos. Uno donde poder descansar, que no necesariamente nos fascine, pero que sí nos resulte lo suficientemente atractivo como para querer quedarnos. Durante un mes, o para toda la vida.

martes, 25 de octubre de 2011

Trash



Hoy quisiera meterme en algún agujero oscuro, dejar de respirar y sostenerlo hasta llorar.

Hoy, que la soledad me tiene amenazada de muerte.

Hoy, que me arrepiento de todo lo que no hice, dudo de lo que hice y temo por lo que haré.

Hoy lo único que me queda es escribir. Aunque no sepa cómo. Ni por qué, ni para qué, ni para quién.

Aunque cuando termine de hacerlo, haga un bollo con todo y lo tire a la basura.

jueves, 13 de octubre de 2011

No (hard) feelings



Había descubierto con algo de sorpresa que era posible dejar de sentir amor, o lo que ella había creído hasta ese momento que era amor. Inimaginado, pero posible. No había entendido nunca las canciones que hablaban de romances que se acaban así como así, de un día para el otro, y por supuesto, no cabía en su cabeza la posibilidad de que esto fuera cierto. Siempre creyó que se trataba de invenciones de artistas que con tal de vender discos insistían en hacernos creer que había un mundo paralelo en el cual los amores eternos no duraban para siempre y que sólo ellos lo conocían y lo sufrían. Nosotros, la gente común, no habitábamos ese mundo. Nos enamorábamos, nos involucrábamos en relaciones impropias y conflictivas, y apegados al concepto de Romeo y Julieta, perdurábamos en la insanía absoluta de quedarnos por siempre al lado del elegido, o la elegida. Contra viento y marea, a como diera lugar, remando contra la corriente, sosteniendo promesas insostenibles, aferrados a no recobrar la soledad, amando “realmente”. 

Pero resultó cierto. Una mañana despertó y descubrió que ya no lo amaba. Una sucesión de razones habían desembocado en tamaña epifanía. Se encontró harta de tratar de complacerlo. Harta de intentar ser la mujer de sus sueños para encontrarse con que no era sino lo más lejano a ello. Harta de que él fuera la su primer pensamiento cada mañana durante semanas, meses, ¡años! para recibir a cambio un apagado agradecimiento eventual en forma de sonrisa o caricia. Y ni siquiera el sexo ya la mantenía unida a él. Se había cansado de esperar a que él tuviera de ganas de tocarla. Siempre era ella la que buscaba sus pies en la cama y lo abrazaba mientras él, dándole la espalda, seguía sumido en ese sueño liviano y quejumbroso que lo caracterizaba. Quizás fue su desamor lo que la alejó, pero pensar en eso era casi reinventar el dilema del huevo y la gallina.

Lo cierto es que por más que trató de enumerar las razones, lo importante era que ella había dejado de sentir. Y lo que en principio fue solo la ausencia de amor, luego se precipitó en otras mil maneras de insensibilidad. Habían caído las fichas del dominó, había sentido (vaya paradoja) que se iban cerrando puertas una detrás de otra. Hacía apenas unos días había tenido un sueño bastante claro, tan claro que llevarlo a terapia hubiera sido perder plata. En el sueño ella estaba encerrada, en silencio, a oscuras, en ese metro cuadrado que la contenía. Probablemente le faltara el aire, pero eso no parecía preocuparla. Había caminado en reversa, y al hacerlo había ido cerrando una a una todas las puertas de un pasillo largo y extraño. Tenía la sensación de que la primera había sido un portón levadizo, como el de entrada a un castillo, pesado y sostenido por cadenas. Y unas cuantas puertas más atrás y ya no tan pesada como la primera, no hacía más que golpearse la última. Algo se había acabado y ella estaba encerrada, esa fue su conclusión y le pareció suficiente.

Acostada en la cama todavía, en la semioscuridad del cuarto, trató de adivinar si esa tranquilidad que la invadía sería normal. Acababa de hacer un descubrimiento que cambiaría su vida tal como la había conocido hasta entonces, y sin embargo allí estaba, tranquila, satisfecha, sin apuro. Ya no lo amaba. Ya no esperaba más nada de él; por qué apurarse cuando uno ya no espera nada.

No intentó como lo hubiera hecho antes, hablar con él o escribirle un mail interminable para exponerle lo más claramente posible las razones de su decisión de dejarlo, tratando de encuadrarlo todo dentro de esa lógica tan característica de ella. Cuando hacía eso lo amaba, pero ahora... qué sentido tenía.

Prendió la radio y sonrió un poco con los ojos cerrados al escuchar los acordes de la canción. La puerta se cerró detrás de ti, decía el bolero ese, y ella ya no sentía nada.

domingo, 9 de octubre de 2011

Palabra prestada

Este post fue escrito por Maite Pil, un miércoles 1 de junio de 2011. Yo tuve la suerte de encontrarme con él hace apenas algunos días, y permiso mediante, lo comparto aquí con los pocos o muchos que me lean de vez en cuando.  Se llama y dice así...

Una palabra, por favor.

Por Maite Pil


En inglés hay un término que define perfectamente un tipo de relación y es el fuckbuddie. La definición sería algo así como alguien con quien te encamás, con cierta frecuencia, pero que no es tu novio/a, ni está en carrera de serlo. Los ex novios/as entran también en esta categoría. Sin embargo, en nuestro idioma, no tenemos un término específico, y en cambio, solemos utilizar el término “amante”.No es azaroso, porque no tener una palabra que delimite esta realidad implica que no haya límites claros. Amante significa el que ama. Y empiezo a sospechar que justamente por eso comienzan los problemas. Todavía no tenemos la palabra justa, por lo tanto, no tenemos el límite. Parte del tire y afloje que contamina todas las relaciones entre hombres y mujeres argentinos es algo cultural. He conocidos muchos hombres de otras tierras, y les puedo asegurar que con ninguno de ellos me he visto envuelta en las tragicomedias de enredos en las que me he visto con argentinos ¿Hay una falla comunicacional porque nos faltan las palabras o porque nos sobran?

El rol del hombre ha cambiado mucho desde que las mujeres empezamos a darnos cuenta de que podíamos experimentar la sexualidad sin culpas. Y eso claramente nos posiciona en otro lugar y, por ende, a ellos también. “El hombre propone la mujer dispone”: esto ya no rige; y todos, hombres y mujeres, nos quedamos tambaleando.

¿Será cierto que las mujeres somos más propensas a enamorarnos cuando hay relaciones sexuales de por medio? ¿O será esto una fantasía masculina? He investigado un poco al respecto y creo, que en definitiva, a todos se nos pone en juego algo cuando hay un otro (cuerpo) de por medio. Por supuesto que cuanto más recurramos a un único y mismo cuerpo mayores son los riesgos.

No son tiempos fáciles…Porque aunque no haya una palabra para definirla, sí hay una necesidad de separar al sexo del amor. Y esto sucede justamente porque el amor no es fácil, y la soledad menos. Y ahí, entre medio del sexo despojado de humanidad y el amor comprometido, queda haciendo equilibrio la seducción, el deseo, las ganas de divertirse, de compartir un vino, una charla, una película, una cama y, por qué no, algo de cariño. 

Y no, no con todos será esto posible. Y sí, algunas veces creerás que te enamoraste.

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Fuente: http://esdomingoynotengonovio.blogspot.com/

lunes, 19 de septiembre de 2011

Dolor



Conozco la sensación. Me juego algunos trucos y la disfrazo casi siempre, pero termino reconociéndola. Amo sentirla, como deben sentir los peces el anzuelo clavado en su boca. Casi siempre mezclada con la dulzura. La cercanía del final. La falsa agonía reiterada, porque nunca se acaba realmente sino que se repite hasta el hartazgo. Sin embargo...

Hay dolores que se apersonan y al principio son gigantes y avasalladores. Parece que fueran a quedarse ahí para siempre. Después (no sé bien cómo) se van haciendo chiquititos e incomprensibles. Se quedan agazapados en algún sitio no muy visible, y se dejan reemplazar por otras dulzuras y otras agonías.

Un buen día vuelven a cobrar fuerza, o a creer que la cobran, y empiezan a asomarse torpemente. Pero son ingenuos: ya no se sienten igual. Ni la sorpresa del golpe certero, ni la herida fresca que llega para  instalarse en el cuerpo, ni el llanto brotando por cada poro, no... Ya no más.

En su lugar, la tibia y sosa incomodidad de algún recuerdo. Y la falaz satisfacción de haber vuelto a sentirse bien, de haberlo dejado atrás, de saber que ya nada nunca volverá a doler igual.

Pero en el fondo, allá donde aún queda esperanza, ilusión y la cálida y penosa alegría temporal, allá es donde más desprotegidos quedamos para ser atacados nuevamente por él. Dolor.



 


jueves, 15 de septiembre de 2011

Parte de mí



En la cocina escucho la voz de mamá, que como siempre está tarareando la melodía de alguna canción mientas prepara el almuerzo.

La música, tal vez, la ayude a sobrellevar esta “profesión” de ama de casa a la que pareciera no va a acostumbrarse nunca. Y sin embargo, no creo que nadie pudiera hacerlo mejor que ella. Sólo la abuela se le compara, claro. Aunque a ella no la recuerdo cantar, a pesar de que mamá dice que cantaba bastante bien.

La abuela cocinaba pan casero con chicharrón, igual que en el rancho en Santiago. Empanadas, sin papas ni pasas de uva, como a mí me gustan, y otros tantos manjares a los que diariamente nos mal acostumbraba. Y nadie podía entrar a su cocina, nadie podía decir nada, ni mucho menos tocar nada. Era un lugar sagrado, al cual sólo ella tenía acceso, donde ella era vigía, ama y señora, dueña, emperatriz, reina. Sólo se podía observar desde la puerta, disfrutar de los olores, y adivinar qué preparaba mientras se tomaba unos mates.

Mamá también cocina, pero por sobre todo, ella canta. Y junto con los aromas de las recetas que nunca aprendió pero que debió guardar en su memoria, e imitando los rituales de la abuela, llegan hasta mi antiguo cuarto las notas que ella suelta. El estribillo de una zamba, su voz al compás de un tango, tal vez un “bossa nova”. Y mientras lo hace sé que está alegre. Es fácil darse cuenta cuando ella está de mal humor, porque no canta. Son esos días en que está oscura y callada, y sólo se pueden escuchar los trastos en la cocina chocando unos contra otros.

La cocina de casa es amplia. Hace años mi abuelo la hizo modificar y sin querer, creó esta especie de enorme motor generador de memorias y a la vez, depósito de muebles recolectados. Es allí donde encuentro enmarcados la mayoría de mis recuerdos.

Las paredes están pintadas en color ocre y por más que uno intente lavarle la cara, siguen descascaradas. Porque todo en casa es antiguo, por no decir viejo. Y se cae, de a poquito.

Allí está mesada y la pileta de mármol blanco y gris, que supongo debe estar allí desde que se construyó esta casa, hace aproximadamente unos cincuenta y tantos años. Debe estar allí desde el día en que los abuelos llegaron, aquel día en que mamá era una niña de tan sólo cuatro años, y camino a la nueva casa vió por primera vez un en el cielo una pandorga que la obnubiló por completo. 

La mesa de madera que está en la cocina también la construyó el abuelo, que según cuenta mamá era un habilidoso carpintero en sus ratos libres, entre otras cosas. La mesa de patas anchas, cuadradas y firmes, se dejan ver debajo del mantel de hule.

Donde está la mesada y la pileta, la pared está tapizada por azulejos blancos y entremedio, juntas rellenas de una pasta negra. Allí también hay dos canillas que no se parecen nada entre sí, salvo porque ambas son de plástico y están amarillentas por el tiempo. Una, para el agua caliente; la otra, para el agua fría. Jamás llegamos a comprar grifería de acero, nisiquiera un mezclador para no quemarnos las manos mientras lavamos los platos. En casa esos son gastos que se pueden posponer, por siempre.

Mamá va al almacén a diario, igual que lo hacía mi abuela. No hacemos grandes compras en el supermercado, ni tampoco tenemos auto (nunca lo tuvimos). Con lo cual la única forma de comer todos los días es dar la vuelta a la esquina y comprar lo que vamos a consumir en el día. Así que caminamos hasta un pequeño mercadito que atiende un chino, al que mamá llama “Juan”, argentinizando su nombre original: Huang.

Ahora la despensa al lado de casa ya no está. Durante muchos años tuvimos en casa un almacén, en realidad un pequeño negocio familiar donde antaño la gente supo hacer cola para comprar la carne. También había una verdulería, pero el almacén es lo que más recuerdo.

Don Guillermo, mi abuelo, era quien lo administraba y manejaba en sus orígenes. Nunca lo conocí a mi abuelo, quien murió apenas cuatro meses antes de mi nacimiento. Era hijo de un árabe que fue a parar a Santiago del Estero, donde se casó con una criolla sumisa, e inauguró allí un almacén de ramos generales.

Aquel almacén no tuvo buen fin: con el tiempo sus hijos lo llevaron a la bancarrota. Pero Guillermo vino a Buenos Aires, y decidió empezar de nuevo junto a otra criolla lo suficientemente sumisa como para casarse con este descendiente directo de árabes, pero no tanto como para callar cuando la situación lo ameritaba. Aquello le valió soberanas palizas a lo largo de su juventud.

Mi tío, el hijo mayor, era el carnicero e ideólogo de este negocio familiar y mi tía, la más chica, ayudaba a su papá atendiendo el almacén mientras terminaba la escuela secundaria. Alguna vez mamá ayudó en el negocio, pero en cuanto pudo huyó, dejando salir sus enormes ganas de conocer el mundo fuera de casa, para años más tarde volver conmigo en la panza, y ya no volver a irse jamás. Porque allí nací yo, y ahí vivió mi padre, y nació mi hermano, y murió mi hermana, y murió mi padre.

Cuando era chica, el almacén era un lugar divertido donde pasar las siestas. Escabullirme por la puerta que conectaba la cocina de casa con aquella despensa, y abrir a hurtadillas las latas de galletitas, probar una de cada una, desde rositas hasta habanitos. Aquellos eran manjares a los que no se accedía todos los días y mucho menos gratis… Salvo que la abuela durmiera su siesta, pudiera yo encontrar la llave al paraíso, y entonces sí. Era un paseo atrevido, y por sobre todo muy divertido.

La despensa podría haber sido un garage, pero como ya dije, no tenemos auto. Podría haber sido una enorme galería que conectara el frente de casa con el fondo. Cuentan que allí alguna vez hubo una glorieta sobre la cual yacía una parra, yerma ella. Pero fue siempre “el almacén”, al menos desde que yo nací.

En casa hay cosas que parecen simplemente ser, porque sí. Como las canillas de la cocina, que ahí están: desiguales, dispares, pero eternas.

Y así, ahí, supimos también estar nosotros, todos nosotros: los abuelos, mamá y papá, mi hermano y yo, la tía… a veces tan desiguales e incomunicados como esas dos canillas por las que el agua fluye independientemente, hirviendo o helada. Y tan intrínsecamente unidos como los caños que a veces se pinchan detrás de las paredes descascaradas.

Hoy mamá canta en la cocina, y eso es buena señal. Creo que preparó un pastel de papas, lo intuyo por el color de su voz, y apenas unos minutos más tarde lo confirmo, mientras me acerco a la mesa al canto inequívoco de “a comeeeeeer”….

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Atemporal



Así ocurre cada vez. El tiempo en medio, sin medida. Luego, el encuentro. Pensado, deseado, imaginado. Como si fuera el primero y también el último. Tiran frases al vacío y se acercan, se tocan, se sienten. La realidad desaperece por algunas horas. Cierran los ojos y se escuchan, se dejan llevar por la oscuridad. Latente esa necesidad de afecto que se dibuja en cada gesto. Cuando las manos le recorren la espalda, cuando enreda los dedos en su pelo, cuando por fin suelta las palabras que estuvo guardando celosamente. La calidez de lo conocido los acerca. La complicidad entre dos que no se entregan del todo, ni se pertencen. Los asalta el miedo a quedarse ahí más de lo debido. Ahí, que es donde más les gusta estar y donde menos se encuentran. Donde son ellos mismos. La sensación es la de perderse en un mundo paralelo durante el tiempo que puedan. Nunca saben cuánto. No quieren que termine pero se apuran por irse. Le pide no te pierdas, le dice nunca lo hago. Tiempo fuera.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Sobre la empatía y el Ibuprofeno



¿Existe acaso algo más desesperanzador que la indiferencia?

Ante la puteada, uno tiene opción de responder con otra puteada. Ante el  halago, de ruborizarse y hasta de aceptarlo. Ante la crítica, de una nueva puteada para luego recapacitar y corregirse si se tuviera la oportunidad. Pero ante la indiferencia... ¿qué se hace?

La indiferencia, sobre todo luego de haberse expuesto, puede resultar una daga que se hinca muy hondo en el orgullo y en el amor propio. Y cuando hablo de indiferencia, hablo de eso de gritar dentro de una cueva y que no haya eco. Eso de tirar una piedrita al agua calma y que  la interrupción de dicha calma no dibuje círculos concéntricos. Eso es exasperante... y antinatural.

Quien no es capaz de acusar recibo de un gesto o de un sentimiento, por menos correspondido o comprendido que el mismo sea, me quita completamente la fe en el ser humano y su naturaleza. Me resulta incomprensible que un alma se mantenga impertérrita cuando otra alma se estremece cerca.

Pero cada vez más descubro, no sin un profundo desconsuelo, que hay quienes prefieren transitar por la vida desoyendo todo aquello que les resulte ajeno, porque la sensibilidad y la empatía duelen y nadie quiere que le duela nada, sobre todo cuando el dolor no se va con Ibuprofeno.



Fue @mor



Fue apenas una excusa inventada por el destino, una combinación de esas que a veces ocurren y en vano es tratar de encontrarles explicación.

No vale la pena siquiera contar cómo fue que llegaron a encontrarse, pero lo cierto es que lo hicieron. Y así como llegaron a encontrarse, fortuita y caprichosamente, se desencontraron apenas unos pocos días más tarde y para siempre.

El intercambio de correos era digno de un novelista romántico de poca monta, y sin embargo aquello fue entonces tan real como los nombres que llevaban escritos en sus respectivos documentos.

Hoy todavía me pregunto si atribuirle a su juventud la calidad de ese intercambio es lo suficientemente justo, y si no vale la pena darle al fugaz romance el valor que en verdad tuvo. Que fue breve, de eso no hay dudas. Pero como dice la canción: "cada vez que pienso en vos, fue amor... fue amor".

Y él lo sabía, aún a pesar de su juventud, cuando escribía desesperado estas líneas que aquí transcribo:

"La órbita entre vos y yo es perfecta. El gran enemigo del amor no es ni el odio ni el miedo, es el desencuentro. Y ese relámpago de vida que uno tanto espera, esa bocanada de pasión y encanto, te pega en el pecho en el momento menos indicado. Pero paradójicamente, el momento menos indicado es el más indicado, porque es cuando sucede. Y punto. Nos vimos una sola vez, y estamos absolutamente empapados el uno del otro. Nos soñamos, nos imaginamos, nos pensamos, nos buscamos. Sabés que lo que nos pasa no es frecuente. Y no sé cuantas veces más va a pasarme esto de llegarle a alguien tan adentro, y que ese alguien me toque tan profundo a la vez. Y que la magia sea mágica de verdad. No sé si eso va a volver a sucederme, y eso me sacude. Me hacés temblar. Te lo juro. Estoy temblando ahora mismo. Y me acuerdo de todos y cada uno de tus gestos y me desmayo. Y no quiero renunciar a vos, no quiero. Porque esta historia es tuya y mía solamente. (...) No te ofrezco grises. No te propongo planos intermedios ni agua tibia. Te pido que por un momento me dediques una porción de tu tarde o de tu noche. Y que mientras el mundo duerme te concentres en nosotros. En la forma en que se desató esta catarata. En la forma en que fluímos. Y sentí. No puedo más que decirte lo que siento que es la única forma que tengo de llegarte, y es lo que siempre hicimos. Y es la base sobre la cual se construye esta historia que no creo se vuelva a repetir. Ni en tu vida ni en la mía."

Pero ella no. Ella no supo entonces de qué hablaba él.

Diez años más tarde encontró estas páginas. En medio de la mudanza, apenas unos meses después de su divorcio (está de más decir que no se casó con el que escribió estas líneas sino con otro) se sentó en el piso de un cuarto vacío a releer cada una de estas cartas y lloró amargamente.





jueves, 11 de agosto de 2011

K.O.



Años de insultos atragantados, de noches soñando con lo que les diría si los tuviera enfrente. Adrenalina, pensó. El estómago inquieto, la furia subiéndole por el pecho, el corazón latiéndole fuerte y haciéndole arder el cuello y doler la cabeza. Sí, adrenalina. 

La enfermaban los débiles, los que insistían en aquello de poner la otra mejilla. Nunca, eso no era para ella. No vaya a ser que la tomen por estúpida. Ser tomada por estúpida era lo peor que podía pasarle. Ser estúpida no era tan grave, lo grave era que los demás se dieran cuenta de que lo era o peor aún, que lo dieran por sentado.

Esperaba como siempre la agresión, el golpe. Se mantenía alerta con los pies en movimiento, las manos protegiéndole la cara, el gesto duro. Así esperaba el derechazo que la tirara contra las cuerdas, que le quitara momentáneamente la conciencia, o que le permitiera soltar el manojo de lágrimas que se esforzaba por guardar.

Sin embargo escuchó un esbozo de disculpa y una pila de explicaciones. Bajó la derecha y luego la izquierda, pero mantuvo los pies en movimiento. No creía aun que pudiera confiar. Luego sintió como desparecía la furia, el ardor y hasta se cómo se apagaban los latidos que hasta hacía un momento le sonaban fuerte en los oídos. Sintió el alivio. Los pies quietos y el silencio.

La tensión se le fue escurriendo por el cuerpo. Sonrió. Ya no estaba enojada, ni con ellos ni con la vida. Y vió cómo ganaba su última pelea por knock out.




viernes, 22 de julio de 2011

Llueve sobre mojado


Había llovido a cántaros, todo el día y toda la noche. Las calles estaban intransitables. Sin darse cuenta siquiera se encontró en la vereda e intentó parar un taxi. Ninguno tenía la luz de libre encendida. Finalmente hubo uno. Se subió cuando ya casi se había dado por vencida. Se bajó en ese barrio desconocido, justo en la estación de servicio. Durante algunos minutos, no pudo precisar cuántos, caminó de esquina a esquina esa cuadra fatal. Pasó un muchacho y le pidió un cigarrillo. Ella le ofreció los que traía y él aceptó resignado. Se perdió por un rato en la espalda de ese desconocido que se alejaba. Quiso olvidar por qué estaba parada en esa esquina, con el pelo enrulado por la humedad, con el corazón galopándole en el pecho. No pudo. Ya estaba de nuevo parada frente a la puerta de reja negra. Tocó timbre varias veces hasta darse cuenta que no había luz. La casa parecía vacía, sin embargo no podía moverse de ahí. Aplaudió hasta que le dolieron las manos. Él apareció desde algún lugar de ese jardín laberíntico. La miró sorprendido, con ganas de salir corriendo en ese mismo instante. Ella reconocía esa mirada, ese pavor cada vez que él la veía. Sin embargo le abrió la puerta, la dejó pasar y se quedó a pasar la noche. La última, pensó ella. Pero se equivocó...