lunes, 19 de septiembre de 2011

Dolor



Conozco la sensación. Me juego algunos trucos y la disfrazo casi siempre, pero termino reconociéndola. Amo sentirla, como deben sentir los peces el anzuelo clavado en su boca. Casi siempre mezclada con la dulzura. La cercanía del final. La falsa agonía reiterada, porque nunca se acaba realmente sino que se repite hasta el hartazgo. Sin embargo...

Hay dolores que se apersonan y al principio son gigantes y avasalladores. Parece que fueran a quedarse ahí para siempre. Después (no sé bien cómo) se van haciendo chiquititos e incomprensibles. Se quedan agazapados en algún sitio no muy visible, y se dejan reemplazar por otras dulzuras y otras agonías.

Un buen día vuelven a cobrar fuerza, o a creer que la cobran, y empiezan a asomarse torpemente. Pero son ingenuos: ya no se sienten igual. Ni la sorpresa del golpe certero, ni la herida fresca que llega para  instalarse en el cuerpo, ni el llanto brotando por cada poro, no... Ya no más.

En su lugar, la tibia y sosa incomodidad de algún recuerdo. Y la falaz satisfacción de haber vuelto a sentirse bien, de haberlo dejado atrás, de saber que ya nada nunca volverá a doler igual.

Pero en el fondo, allá donde aún queda esperanza, ilusión y la cálida y penosa alegría temporal, allá es donde más desprotegidos quedamos para ser atacados nuevamente por él. Dolor.



 


jueves, 15 de septiembre de 2011

Parte de mí



En la cocina escucho la voz de mamá, que como siempre está tarareando la melodía de alguna canción mientas prepara el almuerzo.

La música, tal vez, la ayude a sobrellevar esta “profesión” de ama de casa a la que pareciera no va a acostumbrarse nunca. Y sin embargo, no creo que nadie pudiera hacerlo mejor que ella. Sólo la abuela se le compara, claro. Aunque a ella no la recuerdo cantar, a pesar de que mamá dice que cantaba bastante bien.

La abuela cocinaba pan casero con chicharrón, igual que en el rancho en Santiago. Empanadas, sin papas ni pasas de uva, como a mí me gustan, y otros tantos manjares a los que diariamente nos mal acostumbraba. Y nadie podía entrar a su cocina, nadie podía decir nada, ni mucho menos tocar nada. Era un lugar sagrado, al cual sólo ella tenía acceso, donde ella era vigía, ama y señora, dueña, emperatriz, reina. Sólo se podía observar desde la puerta, disfrutar de los olores, y adivinar qué preparaba mientras se tomaba unos mates.

Mamá también cocina, pero por sobre todo, ella canta. Y junto con los aromas de las recetas que nunca aprendió pero que debió guardar en su memoria, e imitando los rituales de la abuela, llegan hasta mi antiguo cuarto las notas que ella suelta. El estribillo de una zamba, su voz al compás de un tango, tal vez un “bossa nova”. Y mientras lo hace sé que está alegre. Es fácil darse cuenta cuando ella está de mal humor, porque no canta. Son esos días en que está oscura y callada, y sólo se pueden escuchar los trastos en la cocina chocando unos contra otros.

La cocina de casa es amplia. Hace años mi abuelo la hizo modificar y sin querer, creó esta especie de enorme motor generador de memorias y a la vez, depósito de muebles recolectados. Es allí donde encuentro enmarcados la mayoría de mis recuerdos.

Las paredes están pintadas en color ocre y por más que uno intente lavarle la cara, siguen descascaradas. Porque todo en casa es antiguo, por no decir viejo. Y se cae, de a poquito.

Allí está mesada y la pileta de mármol blanco y gris, que supongo debe estar allí desde que se construyó esta casa, hace aproximadamente unos cincuenta y tantos años. Debe estar allí desde el día en que los abuelos llegaron, aquel día en que mamá era una niña de tan sólo cuatro años, y camino a la nueva casa vió por primera vez un en el cielo una pandorga que la obnubiló por completo. 

La mesa de madera que está en la cocina también la construyó el abuelo, que según cuenta mamá era un habilidoso carpintero en sus ratos libres, entre otras cosas. La mesa de patas anchas, cuadradas y firmes, se dejan ver debajo del mantel de hule.

Donde está la mesada y la pileta, la pared está tapizada por azulejos blancos y entremedio, juntas rellenas de una pasta negra. Allí también hay dos canillas que no se parecen nada entre sí, salvo porque ambas son de plástico y están amarillentas por el tiempo. Una, para el agua caliente; la otra, para el agua fría. Jamás llegamos a comprar grifería de acero, nisiquiera un mezclador para no quemarnos las manos mientras lavamos los platos. En casa esos son gastos que se pueden posponer, por siempre.

Mamá va al almacén a diario, igual que lo hacía mi abuela. No hacemos grandes compras en el supermercado, ni tampoco tenemos auto (nunca lo tuvimos). Con lo cual la única forma de comer todos los días es dar la vuelta a la esquina y comprar lo que vamos a consumir en el día. Así que caminamos hasta un pequeño mercadito que atiende un chino, al que mamá llama “Juan”, argentinizando su nombre original: Huang.

Ahora la despensa al lado de casa ya no está. Durante muchos años tuvimos en casa un almacén, en realidad un pequeño negocio familiar donde antaño la gente supo hacer cola para comprar la carne. También había una verdulería, pero el almacén es lo que más recuerdo.

Don Guillermo, mi abuelo, era quien lo administraba y manejaba en sus orígenes. Nunca lo conocí a mi abuelo, quien murió apenas cuatro meses antes de mi nacimiento. Era hijo de un árabe que fue a parar a Santiago del Estero, donde se casó con una criolla sumisa, e inauguró allí un almacén de ramos generales.

Aquel almacén no tuvo buen fin: con el tiempo sus hijos lo llevaron a la bancarrota. Pero Guillermo vino a Buenos Aires, y decidió empezar de nuevo junto a otra criolla lo suficientemente sumisa como para casarse con este descendiente directo de árabes, pero no tanto como para callar cuando la situación lo ameritaba. Aquello le valió soberanas palizas a lo largo de su juventud.

Mi tío, el hijo mayor, era el carnicero e ideólogo de este negocio familiar y mi tía, la más chica, ayudaba a su papá atendiendo el almacén mientras terminaba la escuela secundaria. Alguna vez mamá ayudó en el negocio, pero en cuanto pudo huyó, dejando salir sus enormes ganas de conocer el mundo fuera de casa, para años más tarde volver conmigo en la panza, y ya no volver a irse jamás. Porque allí nací yo, y ahí vivió mi padre, y nació mi hermano, y murió mi hermana, y murió mi padre.

Cuando era chica, el almacén era un lugar divertido donde pasar las siestas. Escabullirme por la puerta que conectaba la cocina de casa con aquella despensa, y abrir a hurtadillas las latas de galletitas, probar una de cada una, desde rositas hasta habanitos. Aquellos eran manjares a los que no se accedía todos los días y mucho menos gratis… Salvo que la abuela durmiera su siesta, pudiera yo encontrar la llave al paraíso, y entonces sí. Era un paseo atrevido, y por sobre todo muy divertido.

La despensa podría haber sido un garage, pero como ya dije, no tenemos auto. Podría haber sido una enorme galería que conectara el frente de casa con el fondo. Cuentan que allí alguna vez hubo una glorieta sobre la cual yacía una parra, yerma ella. Pero fue siempre “el almacén”, al menos desde que yo nací.

En casa hay cosas que parecen simplemente ser, porque sí. Como las canillas de la cocina, que ahí están: desiguales, dispares, pero eternas.

Y así, ahí, supimos también estar nosotros, todos nosotros: los abuelos, mamá y papá, mi hermano y yo, la tía… a veces tan desiguales e incomunicados como esas dos canillas por las que el agua fluye independientemente, hirviendo o helada. Y tan intrínsecamente unidos como los caños que a veces se pinchan detrás de las paredes descascaradas.

Hoy mamá canta en la cocina, y eso es buena señal. Creo que preparó un pastel de papas, lo intuyo por el color de su voz, y apenas unos minutos más tarde lo confirmo, mientras me acerco a la mesa al canto inequívoco de “a comeeeeeer”….

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Atemporal



Así ocurre cada vez. El tiempo en medio, sin medida. Luego, el encuentro. Pensado, deseado, imaginado. Como si fuera el primero y también el último. Tiran frases al vacío y se acercan, se tocan, se sienten. La realidad desaperece por algunas horas. Cierran los ojos y se escuchan, se dejan llevar por la oscuridad. Latente esa necesidad de afecto que se dibuja en cada gesto. Cuando las manos le recorren la espalda, cuando enreda los dedos en su pelo, cuando por fin suelta las palabras que estuvo guardando celosamente. La calidez de lo conocido los acerca. La complicidad entre dos que no se entregan del todo, ni se pertencen. Los asalta el miedo a quedarse ahí más de lo debido. Ahí, que es donde más les gusta estar y donde menos se encuentran. Donde son ellos mismos. La sensación es la de perderse en un mundo paralelo durante el tiempo que puedan. Nunca saben cuánto. No quieren que termine pero se apuran por irse. Le pide no te pierdas, le dice nunca lo hago. Tiempo fuera.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Sobre la empatía y el Ibuprofeno



¿Existe acaso algo más desesperanzador que la indiferencia?

Ante la puteada, uno tiene opción de responder con otra puteada. Ante el  halago, de ruborizarse y hasta de aceptarlo. Ante la crítica, de una nueva puteada para luego recapacitar y corregirse si se tuviera la oportunidad. Pero ante la indiferencia... ¿qué se hace?

La indiferencia, sobre todo luego de haberse expuesto, puede resultar una daga que se hinca muy hondo en el orgullo y en el amor propio. Y cuando hablo de indiferencia, hablo de eso de gritar dentro de una cueva y que no haya eco. Eso de tirar una piedrita al agua calma y que  la interrupción de dicha calma no dibuje círculos concéntricos. Eso es exasperante... y antinatural.

Quien no es capaz de acusar recibo de un gesto o de un sentimiento, por menos correspondido o comprendido que el mismo sea, me quita completamente la fe en el ser humano y su naturaleza. Me resulta incomprensible que un alma se mantenga impertérrita cuando otra alma se estremece cerca.

Pero cada vez más descubro, no sin un profundo desconsuelo, que hay quienes prefieren transitar por la vida desoyendo todo aquello que les resulte ajeno, porque la sensibilidad y la empatía duelen y nadie quiere que le duela nada, sobre todo cuando el dolor no se va con Ibuprofeno.



Fue @mor



Fue apenas una excusa inventada por el destino, una combinación de esas que a veces ocurren y en vano es tratar de encontrarles explicación.

No vale la pena siquiera contar cómo fue que llegaron a encontrarse, pero lo cierto es que lo hicieron. Y así como llegaron a encontrarse, fortuita y caprichosamente, se desencontraron apenas unos pocos días más tarde y para siempre.

El intercambio de correos era digno de un novelista romántico de poca monta, y sin embargo aquello fue entonces tan real como los nombres que llevaban escritos en sus respectivos documentos.

Hoy todavía me pregunto si atribuirle a su juventud la calidad de ese intercambio es lo suficientemente justo, y si no vale la pena darle al fugaz romance el valor que en verdad tuvo. Que fue breve, de eso no hay dudas. Pero como dice la canción: "cada vez que pienso en vos, fue amor... fue amor".

Y él lo sabía, aún a pesar de su juventud, cuando escribía desesperado estas líneas que aquí transcribo:

"La órbita entre vos y yo es perfecta. El gran enemigo del amor no es ni el odio ni el miedo, es el desencuentro. Y ese relámpago de vida que uno tanto espera, esa bocanada de pasión y encanto, te pega en el pecho en el momento menos indicado. Pero paradójicamente, el momento menos indicado es el más indicado, porque es cuando sucede. Y punto. Nos vimos una sola vez, y estamos absolutamente empapados el uno del otro. Nos soñamos, nos imaginamos, nos pensamos, nos buscamos. Sabés que lo que nos pasa no es frecuente. Y no sé cuantas veces más va a pasarme esto de llegarle a alguien tan adentro, y que ese alguien me toque tan profundo a la vez. Y que la magia sea mágica de verdad. No sé si eso va a volver a sucederme, y eso me sacude. Me hacés temblar. Te lo juro. Estoy temblando ahora mismo. Y me acuerdo de todos y cada uno de tus gestos y me desmayo. Y no quiero renunciar a vos, no quiero. Porque esta historia es tuya y mía solamente. (...) No te ofrezco grises. No te propongo planos intermedios ni agua tibia. Te pido que por un momento me dediques una porción de tu tarde o de tu noche. Y que mientras el mundo duerme te concentres en nosotros. En la forma en que se desató esta catarata. En la forma en que fluímos. Y sentí. No puedo más que decirte lo que siento que es la única forma que tengo de llegarte, y es lo que siempre hicimos. Y es la base sobre la cual se construye esta historia que no creo se vuelva a repetir. Ni en tu vida ni en la mía."

Pero ella no. Ella no supo entonces de qué hablaba él.

Diez años más tarde encontró estas páginas. En medio de la mudanza, apenas unos meses después de su divorcio (está de más decir que no se casó con el que escribió estas líneas sino con otro) se sentó en el piso de un cuarto vacío a releer cada una de estas cartas y lloró amargamente.