sábado, 21 de abril de 2012

Give up



Si tuviera que decir que es lo que mas me gusta de vos, diría seguramente que tu pelo, tu altura y tus manos. Luego vendrían tu forma de caminar, los lunares de tu espalda y tu piel, toda. No quisiera olvidarme de tus brazos largos, ni de tus piernas, ni de la forma en que te ponés colorado cuando algo te da vergüenza. También debería mencionar tu delgadez y tu forma de hablar, a veces inentendible, pero siempre correcta.

El punto es que te recuerdo de memoria, parte por parte y con todos los sentidos. Podría jurar que tengo impregnado tu olor y  que siento el gusto de tus besos. Debe ser que tuve tiempo suficiente de aprenderte así de a pedacitos, pero finalmente todo entero. 

Te aparecés en mis sueños, en los de día y en los de noche. A veces caminamos sobre un colchón de hojas marrones que crujen mientras pasamos, y otras veces te acostás en mi sillón mientras prendés la tele. Tengo que dejar de soñarte,  ya sé. Pero es tan difícil convencerme... Es placentero tenerte a diario aunque sea en sueños, y sé que a mí y a ellos, nos sostiene una esperanza idiota que agoniza hace años, pero no muere. Un enamoramiento no dura tanto dicen, y vos venís durando mucho en mí. No aplicarías para enamoramiento y tampoco sos un amor platónico; de platónico entre vos y yo no queda nada. Y necesito definirte para poder contrarrestarte, pero aún no puedo. 

Como un adicto en recuperación, intenté sacarte de mi sistema, limpiarme de vos, rehabilitarme. Dejé de verte, de hablarte, me alejé de todos los lugares donde podía encontrarte. Seguí los 12 pasos del olvido y me repetí hasta el cansancio lo del "solo por hoy". Admití mi impotencia frente a vos, volví a creer en Dios y le pedí que me ayudara a olvidarte. Me obligué a buscarte defectos y los encontré a montones. Quise librarme de ellos pero después me resultaron irresistibles y empecé a coleccionarlos. Medité, lloré y te llevé a terapia; te puse en palabras para que ya no fueras hechos. Tantos intentos que hasta logré mis 28 días sin vos, casi una cura. Casi...

Porque te sigo pensando, te sigo soñando, y sigo eligiendo tus caricias por sobre todas las que otros pudieran darme. Y sí, habrá otras caricias y otros hombres, pero en cada uno voy a buscarte a vos, como siempre. Y no tendrán tu pelo, ni tus manos perfectas, ni tu metro ochenta y pico. No caminarán con tu paso, ni tendrán la espalda salpicada de lunares. No me abrazarán con tus brazos largos, ni murmurarán con acento cerrado palabras impronunciables en oraciones hilvanadas a la perfección. No serán vos, y posiblemente eso sea una ventaja para mí, pero no para ellos. 

Así que me rindo, al menos por ahora. Te declaro de una vez todo esto tal y como es mi costumbre, aunque vos reniegues o lo ignores, y te suelto. Porque eso que yo quiero, que no es tanto pero es demasiado, es que las palabras "mi amor" tengan por fin significado. Y si hay algo que aprendí en todos estos años es que el peor de tus defectos (y el preferido de mi colección) es que no puedas quererme. 



domingo, 15 de abril de 2012

La Salida



Apenas cruzaron la puerta, le pedí un minuto al oficial que me esperaba para buscar un abrigo antes de salir. Yendo al dormitorio, abrí la pequeña puerta del bargueño que está en el pasillo. Mi mano hurgó apurada entre las botellas hasta dar con una de sus cajas de cigarros negros sin filtro. Un segundo más tarde, sentí el cigarro entre mis labios, y el gusto amargo del tabaco suelto que se mezclaba con mi saliva, aún sin haberlo encendido.

Caminé rápidamente hasta el baño para enjuagarme la cara. Me miré en el espejo. Ví mis ojos hinchados, las ojeras azules y comencé a sentir la piel tirante mientras las últimas lágrimas se me secaban en la cara. Era una imagen desarmada de mí misma, con el cigarrillo apagado entre los labios y la mirada perdida. Qué había hecho.

Recordé su espalda al salir, las manos juntas detrás, las esposas, y me pregunté si sería aquella la última vez que lo vería. Llevaba puesta la camisa celeste a rayas que yo le había regalado para su último cumpleaños. Hacía ya algunos años que no me esforzaba más eligiendo su regalo. Recuerdo cuando cumplió treinta. Había recorrido todas las librerías de Buenos Aires buscando el tomo tres de la colección de Historia Universal por Sánchez Tolosa; el único tomo que le faltaba para completar la serie. Las ampollas en mis pies desaparecieron entonces casi inmediatamente, al ver su sonrisa satisfecha cuando desenvolvió el libro. Ahora la tediosa camisa celeste, impersonal y resignada, que había comprado en un local cualquiera de ropa masculina, me había mostrado el que quizás sería mi último recuerdo de él.

La casa ahora estaba en silencio. Los gritos y el llanto habían cesado por fin, pero yo todavía escuchaba el zumbido en mi cabeza.

Sabía de antemano que no pasaría de esa noche. Sentía en mi garganta ese nudo que no me dejaba tragar la comida que me había servido en el plato. Y todo sucedió como de costumbre. Nada anticipaba un final distinto al de cada noche. O quizás sería mejor decir que nada anticipaba un final, a pesar de la sensación de hartazgo que me acompañaba desde hacía tiempo.

Mientras esperaba sentada a la mesa, había escuchado el sonido de las llaves en la puerta. Estoy casi segura de que por algunos segundos el corazón había dejado de latirme. Luego, sus pasos cansados por el pasillo de la entrada y una vez más el teléfono celular sonando justo mientras entraba al living. Mis ojos, que lo siguieron desconfiados, lo vieron observar preocupado la pantalla iluminada del bendito teléfono y soltar violentamente el manojo de llaves sobre la mesa de café. Maldije mi suerte. 

Volví a verme en el espejo y abrí la canilla de agua fría, todavía tenía el cigarrillo apagado en la boca.  No tendría tiempo de fumarlo. Sabía que me esperaban afuera y tenía que apurarme. Lo solté, junté agua entre mis manos y hundí la cara en ella. Tenía la boca seca, hubiera necesitado tomar agua, pero al tiempo que lo intentaba sentía el estallido de dolor y escupía la sangre en el lavatorio.

Cerré la canilla y esta vez sí reconocí el silencio. Ahora podía escuchar desde el baño el tic-tac del reloj de la cocina. En el patio los perros ladraban. Me incorporé sobre la mesada del baño sintiéndome aliviada, y sin dejar de preguntarme qué había hecho. Me revolví el pelo como hacía cada vez que no podía pensar claramente y sin perder más tiempo, apagué la luz del baño y salí.

Hacía frío. Me envolví en mi saco de lana y caminé hacia la puerta, acompañando al oficial que me miraba con una mezcla de lástima y desprecio.

sábado, 14 de abril de 2012

Ellas



A ella le gusta todo lo que él escribe en Facebook. Es una obsecuente sexual, pienso yo sin saber muy bien qué quiero decir con eso. No me vas a decir que es necesario darle “me gusta” a cada cosa que él postea, ¡por favor! Me inunda la ira cibernética. Escupiría el monitor cada vez que veo su nombre debajo de sus estados, que de hecho no son estados, porque él nunca habla de sus estados. Tiene un grave problema para expresarse, pero él no es el tema. El tema son ellas. Ahí está ella toda rubia, bronceada y sonriente haciendo alguna acotación innecesaria. Ella es del grupo de las doradas, bañadas en sol y decolorante. Brillan en la oscuridad, sonríen ausentes, hacen girar cabezas adonde sea que entren. Y ella es de esas, de las que quitan el aliento, de las que paran el tráfico. Me brotan los celos, me carcome la envidia, y puteo ya no tanto por sus comentarios imposibles de leer, sino por su pelo rubio, largo, y sobre todo ajeno. Y él le da un “me gusta” a su foto, esa en la que el mechón le tapa un poco el ojo izquierdo, y se ven sus dientes blancos sobresalir en su cara dorada, y un cinturón de cuero le dibuja la cintura mínima. A él siempre le gustaron esas. Entonces me doy cuenta que no, no es sólo ella. Hay otra: esta es morocha, de rulos largos, sin una gota de maquillaje, natural… perfecta. Y detrás un paisaje, también perfecto. Parece que le hubieran prendido el ventilador de frente, porque en la foto sus rulos se elevan apenas, y ella parece de otro planeta. Flota. A él le gusta que flote. Se tomó el tiempo de elegir esa foto y dedicarle un piropo silencioso… un “me gusta”. ¡Arrrrggghh! Apagá el ventilador, sacale la escenografía y es igual a cualquiera que se sube al 86 a las cuatro de la tarde en Mataderos, pienso. Mientras me mira desde ahí esa otra, la aventurera con cara de nada, la que enfundada en su traje de buzo saluda a cámara, la que habla con la “ll” y la ye suavecitas, y a la que todo le parece “lindísimo”. Cara de nada. ¡Pero a él también le gusta! ¡Le gusta cara de nada! En un ataque de locura elijo mis mejores cincuenta y pico de fotos. Las subo todas una tarde hasta tener la mejor versión de mí misma que nadie alguna vez conoció. En algunas sonrío franca, abierta, generosamente. En otras miro para otro lado, displicente a propósito. Mi pelo vuela en algunas también y la escenografía colabora. En otras hasta me veo algo dorada, no tan rubia, pero brillo en la oscuridad. La mejor versión de mí misma. Lo llamo por teléfono, pronunciando la “ll” y la ye suavecitas, y le digo que el día está "lindísimo" para hacer algo. Él dice estar ocupado. Ay… dolor, dolor, dolor… Con el ego herido de muerte pero sin que se note, sonrío y le digo que no hay drama, que otro día, que me avise cuando él pueda. Y vuelvo a mi álbum de fotos perfectas y las repaso y todas se ven algo borrosas. Qué pelotuda, ¿por qué lloro? Ah, sí... Porque yo me pondría un “me gusta” en cada una de ellas, pero sólo quiero que a él le gusten inconteniblemente y él ni siquiera las mira. Sé que no me mira. Ni vuelve a llamar, ni le gustan mis fotos, ni le interesan mis estados, ni nada. Quisiera gritarle que no desaparecí, que estoy por todos lados, que ignorarme no implica hacerme desaparecer, que acá estoy, que lo espero, que me dijo que… Las miro de nuevo. Son ellas, pienso. Ellas; todas son una mejor versión de mí. Y a él le gustan ellas, todas. Y yo soy una sola y no puedo contra ellas.