domingo, 8 de julio de 2012

Según pasan los años



Me acuerdo que estábamos sentados en el suelo, como casi siempre en esa época. Apoyados contra alguna pared, con las piernas estiradas, nos mirábamos de reojo y sonreíamos mientras su pie jugaba con el mío. De la nada él preguntó: ¿querés ser mi novia? Yo le dije que sí y eso fue todo. A partir de ese momento no tengo idea qué pasó. Se detuvo el tiempo tal vez. No sé cómo habrá sido aquel noviazgo a mis cuatro años, y honestamente no me interesa. Por aquel entonces el amor parecía ser algo bastante simple y alegre, y era absolutamente imposible pensarlo de alguna otra manera. 

Más tarde ya dejó de ser tan simple, pero aún era alegre. Teníamos siete y él tenía un flequillo rubio y unos dientes desparejos que para mí lo hacían el más especial de todos. Vino a buscarme a casa un Sábado de sol por la mañana y fuimos juntos hasta la plaza de la esquina. La conversación fue seria y breve, y aún hoy sigo pensando que su sonrisa de dientes desparejos y sus ocurrencias lo hacen ser un tipo especial. No pensaba entonces en qué pasaría después, como resultaría todo el día que dejáramos de querernos o cosas por el estilo. Extraño esos días.

A mis doce llegó el primer beso. Lo postergué durante meses. Finalmente un mediodía a la salida de la escuela, tomándolo por sorpresa (y más para sacarme el tema de encima que porque realmente quisiera) le dí un beso rápido en la boca y corrí media cuadra sin siquiera darme vuelta. Las cosas empezaban a cambiar, yo ya lo sabía.

Durante la adolescencia, se sucedieron en mi vida una serie de amores platónicos. Pasé gran parte de esta etapa de mi vida escribiendo cartas para algunos muchachos, cartas que a veces enviaba de manera anónima, por supuesto, y otras que guardaba en alguna cajita forrada con papel de revista. Ellos, que fueron varios, no tenían idea de las horas que pasaba pensando en cada uno, eligiendo las canciones que grababa de la radio en un cassette para luego volver a escuchar y seguir pensando en ellos. Ya el amor no me resultaba algo tan simple, ni tan alegre. Se había vuelto algo que debía esconderse, y que me sumía en un estado melancólico del que no podía salir casi nunca. Fue una época en que suspiraba mucho, lloraba bastante y casi nunca sabía por qué. 

A partir de aquí, lo complicado. Y no sé ni cómo ni cuándo, pero el amor empezó a doler y a complicarse demasiado. Elegirte, que me elijas, mirarnos, ver qué onda. Jugar un poco el juego del cual todavía no sabía las reglas, pero resulta que ya era yo una adulta y tuve que aprender. Pero no aprendí, me parece. Una seguidilla de decisiones equivocadas, de no saber qué hacer, de ir y venir por los lugares y las personas menos pensadas. Amores lindos, a primera vista, cortitos, intensos, pesados como el verano. Amores de mierda, de esos que todavía trato de olvidar, de esos que me tiraron en la cama a llorar y me quitaron las ganas de respirar.

Después quise dejar de sufrir, y me inventé que el amor era tener un marido, una casa y un perro. Y así fue durante un tiempo. Tuve un marido, una casa, un perro. Pero de amor ni hablar. Ahí me dí cuenta de que estar acompañado no significa estar enamorado, y que no se puede inventar lo que simplemente no es. 

Hoy no tengo idea de qué es el amor o estar enamorado. Tampoco tengo ganas de pensar en eso cuando sé que no voy a encontrar una respuesta. Yo sólo sé que hoy tengo ganas de verte a vos. Y que cuando nos vemos y vos me abrazás, ese es el momento en que quisiera que se detuviera el tiempo. Porque todo parece simple y alegre, y es casi imposible pensarlo de otra manera.