Hacía tiempo que había dejado de sentir alegría al pensar en
alguien, y eso era para ella sinónimo de enamorarse. Estar enamorada era estar alegre, la hacía sonreír, cantar, sentirse llena de ganas de hacer cosas. Veía lejana la posibilidad
de que volviera a suceder, aunque no perdía las esperanzas.
Fue por eso
que a pesar de que todavía sentía algunos dolores antiguos y otros
mas nuevos, se había dispuesto a dejarse sorprender cuando del otro lado de la
pantalla él tipeaba unos cuantos numeros y la invitaba a cenar. Lo dudo un
poco, no estaba acostumbrada a este sistema ni a los hombres concretos. Dejó pasar algunos días antes de responderle, hasta que finalmente se encontró escribiéndole un mensaje un Viernes por la noche.
Después, el encuentro.
Natural, impensado. Fluyeron las palabras, las miradas, se dejaron ver, se
vieron. Y entonces, así como había escrito en alguna parte alguna vez, volvió a
creer que podía ser posible.
Decidió que iba a dejar de lado todas las
posturas absurdas que conocía, que no iba a dejarse tentar por los mismos viejos
errores, que se iba a permitir ser ella misma por una vez en la vida, pero esta
vez la mejor versión de ella misma. Decidió también que iba a mirarlo siempre con ojos
honestos, que le contaran quien era él. Decidió dejarse llevar y hasta volver a
confiar. No había manera de no hacerlo cuando él la miraba con sus ojos
transparentes y le mostraba toda aquella claridad. Supo de alguna manera que podía seguir sus impulsos, porque él la había tomado de la mano con firmeza y
ella se había sentido segura.
Esa mañana cuando despertó y él fue su
primer pensamiento del día sonrió y supo que el plan más absurdo estaba en marcha. Y se dispuso a disfrutarlo.