domingo, 15 de abril de 2012

La Salida



Apenas cruzaron la puerta, le pedí un minuto al oficial que me esperaba para buscar un abrigo antes de salir. Yendo al dormitorio, abrí la pequeña puerta del bargueño que está en el pasillo. Mi mano hurgó apurada entre las botellas hasta dar con una de sus cajas de cigarros negros sin filtro. Un segundo más tarde, sentí el cigarro entre mis labios, y el gusto amargo del tabaco suelto que se mezclaba con mi saliva, aún sin haberlo encendido.

Caminé rápidamente hasta el baño para enjuagarme la cara. Me miré en el espejo. Ví mis ojos hinchados, las ojeras azules y comencé a sentir la piel tirante mientras las últimas lágrimas se me secaban en la cara. Era una imagen desarmada de mí misma, con el cigarrillo apagado entre los labios y la mirada perdida. Qué había hecho.

Recordé su espalda al salir, las manos juntas detrás, las esposas, y me pregunté si sería aquella la última vez que lo vería. Llevaba puesta la camisa celeste a rayas que yo le había regalado para su último cumpleaños. Hacía ya algunos años que no me esforzaba más eligiendo su regalo. Recuerdo cuando cumplió treinta. Había recorrido todas las librerías de Buenos Aires buscando el tomo tres de la colección de Historia Universal por Sánchez Tolosa; el único tomo que le faltaba para completar la serie. Las ampollas en mis pies desaparecieron entonces casi inmediatamente, al ver su sonrisa satisfecha cuando desenvolvió el libro. Ahora la tediosa camisa celeste, impersonal y resignada, que había comprado en un local cualquiera de ropa masculina, me había mostrado el que quizás sería mi último recuerdo de él.

La casa ahora estaba en silencio. Los gritos y el llanto habían cesado por fin, pero yo todavía escuchaba el zumbido en mi cabeza.

Sabía de antemano que no pasaría de esa noche. Sentía en mi garganta ese nudo que no me dejaba tragar la comida que me había servido en el plato. Y todo sucedió como de costumbre. Nada anticipaba un final distinto al de cada noche. O quizás sería mejor decir que nada anticipaba un final, a pesar de la sensación de hartazgo que me acompañaba desde hacía tiempo.

Mientras esperaba sentada a la mesa, había escuchado el sonido de las llaves en la puerta. Estoy casi segura de que por algunos segundos el corazón había dejado de latirme. Luego, sus pasos cansados por el pasillo de la entrada y una vez más el teléfono celular sonando justo mientras entraba al living. Mis ojos, que lo siguieron desconfiados, lo vieron observar preocupado la pantalla iluminada del bendito teléfono y soltar violentamente el manojo de llaves sobre la mesa de café. Maldije mi suerte. 

Volví a verme en el espejo y abrí la canilla de agua fría, todavía tenía el cigarrillo apagado en la boca.  No tendría tiempo de fumarlo. Sabía que me esperaban afuera y tenía que apurarme. Lo solté, junté agua entre mis manos y hundí la cara en ella. Tenía la boca seca, hubiera necesitado tomar agua, pero al tiempo que lo intentaba sentía el estallido de dolor y escupía la sangre en el lavatorio.

Cerré la canilla y esta vez sí reconocí el silencio. Ahora podía escuchar desde el baño el tic-tac del reloj de la cocina. En el patio los perros ladraban. Me incorporé sobre la mesada del baño sintiéndome aliviada, y sin dejar de preguntarme qué había hecho. Me revolví el pelo como hacía cada vez que no podía pensar claramente y sin perder más tiempo, apagué la luz del baño y salí.

Hacía frío. Me envolví en mi saco de lana y caminé hacia la puerta, acompañando al oficial que me miraba con una mezcla de lástima y desprecio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario