jueves, 13 de octubre de 2011

No (hard) feelings



Había descubierto con algo de sorpresa que era posible dejar de sentir amor, o lo que ella había creído hasta ese momento que era amor. Inimaginado, pero posible. No había entendido nunca las canciones que hablaban de romances que se acaban así como así, de un día para el otro, y por supuesto, no cabía en su cabeza la posibilidad de que esto fuera cierto. Siempre creyó que se trataba de invenciones de artistas que con tal de vender discos insistían en hacernos creer que había un mundo paralelo en el cual los amores eternos no duraban para siempre y que sólo ellos lo conocían y lo sufrían. Nosotros, la gente común, no habitábamos ese mundo. Nos enamorábamos, nos involucrábamos en relaciones impropias y conflictivas, y apegados al concepto de Romeo y Julieta, perdurábamos en la insanía absoluta de quedarnos por siempre al lado del elegido, o la elegida. Contra viento y marea, a como diera lugar, remando contra la corriente, sosteniendo promesas insostenibles, aferrados a no recobrar la soledad, amando “realmente”. 

Pero resultó cierto. Una mañana despertó y descubrió que ya no lo amaba. Una sucesión de razones habían desembocado en tamaña epifanía. Se encontró harta de tratar de complacerlo. Harta de intentar ser la mujer de sus sueños para encontrarse con que no era sino lo más lejano a ello. Harta de que él fuera la su primer pensamiento cada mañana durante semanas, meses, ¡años! para recibir a cambio un apagado agradecimiento eventual en forma de sonrisa o caricia. Y ni siquiera el sexo ya la mantenía unida a él. Se había cansado de esperar a que él tuviera de ganas de tocarla. Siempre era ella la que buscaba sus pies en la cama y lo abrazaba mientras él, dándole la espalda, seguía sumido en ese sueño liviano y quejumbroso que lo caracterizaba. Quizás fue su desamor lo que la alejó, pero pensar en eso era casi reinventar el dilema del huevo y la gallina.

Lo cierto es que por más que trató de enumerar las razones, lo importante era que ella había dejado de sentir. Y lo que en principio fue solo la ausencia de amor, luego se precipitó en otras mil maneras de insensibilidad. Habían caído las fichas del dominó, había sentido (vaya paradoja) que se iban cerrando puertas una detrás de otra. Hacía apenas unos días había tenido un sueño bastante claro, tan claro que llevarlo a terapia hubiera sido perder plata. En el sueño ella estaba encerrada, en silencio, a oscuras, en ese metro cuadrado que la contenía. Probablemente le faltara el aire, pero eso no parecía preocuparla. Había caminado en reversa, y al hacerlo había ido cerrando una a una todas las puertas de un pasillo largo y extraño. Tenía la sensación de que la primera había sido un portón levadizo, como el de entrada a un castillo, pesado y sostenido por cadenas. Y unas cuantas puertas más atrás y ya no tan pesada como la primera, no hacía más que golpearse la última. Algo se había acabado y ella estaba encerrada, esa fue su conclusión y le pareció suficiente.

Acostada en la cama todavía, en la semioscuridad del cuarto, trató de adivinar si esa tranquilidad que la invadía sería normal. Acababa de hacer un descubrimiento que cambiaría su vida tal como la había conocido hasta entonces, y sin embargo allí estaba, tranquila, satisfecha, sin apuro. Ya no lo amaba. Ya no esperaba más nada de él; por qué apurarse cuando uno ya no espera nada.

No intentó como lo hubiera hecho antes, hablar con él o escribirle un mail interminable para exponerle lo más claramente posible las razones de su decisión de dejarlo, tratando de encuadrarlo todo dentro de esa lógica tan característica de ella. Cuando hacía eso lo amaba, pero ahora... qué sentido tenía.

Prendió la radio y sonrió un poco con los ojos cerrados al escuchar los acordes de la canción. La puerta se cerró detrás de ti, decía el bolero ese, y ella ya no sentía nada.

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