jueves, 15 de septiembre de 2011

Parte de mí



En la cocina escucho la voz de mamá, que como siempre está tarareando la melodía de alguna canción mientas prepara el almuerzo.

La música, tal vez, la ayude a sobrellevar esta “profesión” de ama de casa a la que pareciera no va a acostumbrarse nunca. Y sin embargo, no creo que nadie pudiera hacerlo mejor que ella. Sólo la abuela se le compara, claro. Aunque a ella no la recuerdo cantar, a pesar de que mamá dice que cantaba bastante bien.

La abuela cocinaba pan casero con chicharrón, igual que en el rancho en Santiago. Empanadas, sin papas ni pasas de uva, como a mí me gustan, y otros tantos manjares a los que diariamente nos mal acostumbraba. Y nadie podía entrar a su cocina, nadie podía decir nada, ni mucho menos tocar nada. Era un lugar sagrado, al cual sólo ella tenía acceso, donde ella era vigía, ama y señora, dueña, emperatriz, reina. Sólo se podía observar desde la puerta, disfrutar de los olores, y adivinar qué preparaba mientras se tomaba unos mates.

Mamá también cocina, pero por sobre todo, ella canta. Y junto con los aromas de las recetas que nunca aprendió pero que debió guardar en su memoria, e imitando los rituales de la abuela, llegan hasta mi antiguo cuarto las notas que ella suelta. El estribillo de una zamba, su voz al compás de un tango, tal vez un “bossa nova”. Y mientras lo hace sé que está alegre. Es fácil darse cuenta cuando ella está de mal humor, porque no canta. Son esos días en que está oscura y callada, y sólo se pueden escuchar los trastos en la cocina chocando unos contra otros.

La cocina de casa es amplia. Hace años mi abuelo la hizo modificar y sin querer, creó esta especie de enorme motor generador de memorias y a la vez, depósito de muebles recolectados. Es allí donde encuentro enmarcados la mayoría de mis recuerdos.

Las paredes están pintadas en color ocre y por más que uno intente lavarle la cara, siguen descascaradas. Porque todo en casa es antiguo, por no decir viejo. Y se cae, de a poquito.

Allí está mesada y la pileta de mármol blanco y gris, que supongo debe estar allí desde que se construyó esta casa, hace aproximadamente unos cincuenta y tantos años. Debe estar allí desde el día en que los abuelos llegaron, aquel día en que mamá era una niña de tan sólo cuatro años, y camino a la nueva casa vió por primera vez un en el cielo una pandorga que la obnubiló por completo. 

La mesa de madera que está en la cocina también la construyó el abuelo, que según cuenta mamá era un habilidoso carpintero en sus ratos libres, entre otras cosas. La mesa de patas anchas, cuadradas y firmes, se dejan ver debajo del mantel de hule.

Donde está la mesada y la pileta, la pared está tapizada por azulejos blancos y entremedio, juntas rellenas de una pasta negra. Allí también hay dos canillas que no se parecen nada entre sí, salvo porque ambas son de plástico y están amarillentas por el tiempo. Una, para el agua caliente; la otra, para el agua fría. Jamás llegamos a comprar grifería de acero, nisiquiera un mezclador para no quemarnos las manos mientras lavamos los platos. En casa esos son gastos que se pueden posponer, por siempre.

Mamá va al almacén a diario, igual que lo hacía mi abuela. No hacemos grandes compras en el supermercado, ni tampoco tenemos auto (nunca lo tuvimos). Con lo cual la única forma de comer todos los días es dar la vuelta a la esquina y comprar lo que vamos a consumir en el día. Así que caminamos hasta un pequeño mercadito que atiende un chino, al que mamá llama “Juan”, argentinizando su nombre original: Huang.

Ahora la despensa al lado de casa ya no está. Durante muchos años tuvimos en casa un almacén, en realidad un pequeño negocio familiar donde antaño la gente supo hacer cola para comprar la carne. También había una verdulería, pero el almacén es lo que más recuerdo.

Don Guillermo, mi abuelo, era quien lo administraba y manejaba en sus orígenes. Nunca lo conocí a mi abuelo, quien murió apenas cuatro meses antes de mi nacimiento. Era hijo de un árabe que fue a parar a Santiago del Estero, donde se casó con una criolla sumisa, e inauguró allí un almacén de ramos generales.

Aquel almacén no tuvo buen fin: con el tiempo sus hijos lo llevaron a la bancarrota. Pero Guillermo vino a Buenos Aires, y decidió empezar de nuevo junto a otra criolla lo suficientemente sumisa como para casarse con este descendiente directo de árabes, pero no tanto como para callar cuando la situación lo ameritaba. Aquello le valió soberanas palizas a lo largo de su juventud.

Mi tío, el hijo mayor, era el carnicero e ideólogo de este negocio familiar y mi tía, la más chica, ayudaba a su papá atendiendo el almacén mientras terminaba la escuela secundaria. Alguna vez mamá ayudó en el negocio, pero en cuanto pudo huyó, dejando salir sus enormes ganas de conocer el mundo fuera de casa, para años más tarde volver conmigo en la panza, y ya no volver a irse jamás. Porque allí nací yo, y ahí vivió mi padre, y nació mi hermano, y murió mi hermana, y murió mi padre.

Cuando era chica, el almacén era un lugar divertido donde pasar las siestas. Escabullirme por la puerta que conectaba la cocina de casa con aquella despensa, y abrir a hurtadillas las latas de galletitas, probar una de cada una, desde rositas hasta habanitos. Aquellos eran manjares a los que no se accedía todos los días y mucho menos gratis… Salvo que la abuela durmiera su siesta, pudiera yo encontrar la llave al paraíso, y entonces sí. Era un paseo atrevido, y por sobre todo muy divertido.

La despensa podría haber sido un garage, pero como ya dije, no tenemos auto. Podría haber sido una enorme galería que conectara el frente de casa con el fondo. Cuentan que allí alguna vez hubo una glorieta sobre la cual yacía una parra, yerma ella. Pero fue siempre “el almacén”, al menos desde que yo nací.

En casa hay cosas que parecen simplemente ser, porque sí. Como las canillas de la cocina, que ahí están: desiguales, dispares, pero eternas.

Y así, ahí, supimos también estar nosotros, todos nosotros: los abuelos, mamá y papá, mi hermano y yo, la tía… a veces tan desiguales e incomunicados como esas dos canillas por las que el agua fluye independientemente, hirviendo o helada. Y tan intrínsecamente unidos como los caños que a veces se pinchan detrás de las paredes descascaradas.

Hoy mamá canta en la cocina, y eso es buena señal. Creo que preparó un pastel de papas, lo intuyo por el color de su voz, y apenas unos minutos más tarde lo confirmo, mientras me acerco a la mesa al canto inequívoco de “a comeeeeeer”….

2 comentarios: