domingo, 28 de julio de 2013

Cruzar



Casi no pudo dormir esa noche. Estaba inquieta y pensativa, así que se declaró definitivamente insomne. Aceptó que la ansiedad iba a tenerla despierta y se relajó en el cansancio que no iba a poder remediar. 

Se levantó de la cama y caminó por la casa a oscuras, tratando de no tropezar con nada y atinó a prender alguna luz para no sentirse tan perdida, pero fue sólo un miedo tonto. En su casa se sentía increíblemente a gusto, esa casa que de a poco había convertido en suya decorando con recuerdos, festejos y muebles nuevos. Perderse en su propia casa no era posible. 

Buscó su atado de mentolados, prendió el primero y encendió la computadora. Escribir como indicación terapéutica, pensó. No había ansiolítico capaz de apaciguar sus pensamientos tanto como la escritura. Dudaba permanentemente de sus condiciones para hacerlo, sin embargo persistía. Y tenía incluso la ilusión de alguna vez publicar todo aquello que durante años fue sumando a un blog que alguien la inspiró a abrir. 

Esa noche, como tantas otras, sus pensamientos estaban puestos en él. En ese él que había conocido hacía unos pocos días. No era el mismo de siempre. Había llegado a conocerlo de una manera diferente, y quizás era eso lo que la mantenía despierta. De repente le encontró explicación a un sinfín de dudas que la habían hecho sufrir por años. Todo tenía su lógica en el dolor de él, en ese dolor profundo y enquistado que sin meditarlo, él se había atrevido a soltar todo de golpe frente a ella, para ella. 

El alivio que trae la comprensión es indescriptible. Sentir como todo se acomoda y cae en su lugar sin esperarlo. No eran explicaciones, no. No eran esas explicaciones que ella había reclamado tanto y tan brutalmente tantas veces. Era él, desnudo. Desprovisto de toda estructura, de toda coraza, de todo miedo.

No tenía remedio para su dolor. Podía escucharlo, entenderlo, decirle sin tapujos todo aquello que pensaba, serle honesta y frontal. Obligarlo a profundizar y a repensar por caminos alternativos todo aquello que él venía transitando siempre en un mismo sentido. Pero no podía hacer más que eso. Se sintió algo impotente, pero a pesar de ello, se dio cuenta de que en ese mismo momento en que él abría su corazón y le mostraba su lado más oscuro, la única opción que le quedaba era la de entregarse ella también. Para qué iba a seguir peleando contra su instinto, que no hacía más que empujarla hacia él. 

Y entonces, esa noche sentada frente a su computadora, tratando de poner en palabras todos sus pensamientos, decidió aceptar que estaba dispuesta, sea cual fuere el resultado, a atravesar ese puente para ver qué había del otro lado. Ese puente que sin querer habían construido juntos por años.  

No había un plan. Decidió deshacerse de toda estrategia, de todo cálculo y previsión. Si iba a hacerlo, iba a hacerlo a su manera. Y dejando atrás sus propios miedos y expectativas, le dijo naturalmente que lo quería. 

Él no salió huyendo espantado, no. Y con dulzura y sin apuro se preparó para al día siguiente, sentarse con él a almorzar frente al río, despojados de intenciones, para más tarde reencontrarse en la más absoluta confianza como base de todo.  Y le pareció que estaba bien. 




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